Fernando Vargas Valencia (Colombia)
(A mi abuelo Alberto Valencia y en él,
a todos los campesinos de Colombia)
Mientras corrías hacia el refugio,
tu mujer preñada, a lomo de mula,
el primero de tus hijos aún en brazos,
soñaste una ventana
clavada en el corazón de una metrópoli
donde trazaste tu propia imagen
a través de las fuertes voces que,
con promesas de muerte,
detuvieron tu paso.
Caminaste las trochas machete en mano.
Abriste caminos con tu sombra a cuestas
en medio de balas asesinas,
de hombres con sombreros altos y caídos
pañuelos azules al cuello
y escapularios brillantes
cuya luz les manchaba la camisa.
Te cruzaste con Pedro Antonio,
le sonreíste y silbaste como un ángel enjaulado.
Los asesinos no pudieron seguir tu rastro,
el pájaroverde y el mancogutiérrez
titubearon ante el brillo mágico de tu machete
que se iluminó con la sangre
de los buitres y los cuervos.
Es por ello que cada vez que hablabas,
altivo y generoso,
un canto de mirlo herido te seguía
cuando reunías a los hombres en la Plaza.
A lomo de mula recorriste los filos escarpados,
soñaste una tierra más digna y vocinglera,
menos silencio cómplice,
como el triste cementerio de Quebrada Nueva.
Con machete puliste la tierra sobre la cual
tus hijos construyeron sus casas.
Poblaste lo que ahora es una ciudad torpe
y que a tu llegada era apenas una aldea
para cultivar hortalizas y frutos.
Empuñaste la sangre de cada uno de tus hijos,
los salvaste de las balas, las matanzas y el hambre
con dignidad de campesino,
con voluntad de obrero silencioso.
En medio de la tristeza siempre esuvo a tu lado
una mujer vital para seguir luchando,
mujer sencilla y noble
la única capaz de descifrar el brillo de tus ojos
análogo al filo de tu machete.
En algún pueblo perdiste la mula.
En alguna ciudad extraviada descansaste las heridas
que el polvo del monte iba cicatrizando.
Llegaste al mundo de los muros,
a ese extraño círculo inventado de las máquinas.
Tu machete seguía cuidándote
en medio del entablado de tu cama.
La pared en blanco fue la promesa y la victoria.
Épica cenicienta de los amigos
muertos y recordados.
Un día, tu cuerpo no contuvo más
tanto camino y trocha.
Tu silencio, cada vez más diáfanoinmortalizó, en lo más profundo de su inocencia,
el cruce de miradas con los fantasmas
que dejaste en la montaña.
Ahora pasa tu tiempo
frente a la ventana que un día soñaste,
esa misma que tu fundación mítica
clavó con un alfiler negro
en el corazón de la metrópoli.
Ahora sé qué es lo que tanto miras en ese cielo
repetido
a través del cinematógrafo de tu ventana:
estás mirando al Hombre en su esplendor
y en su locura,
estás recordando la victoria
que aún no alcanzamos
pero que soñaste una noche de incendios
cuando el miedo despertó a tu mujer preñada
y te entregó, para la fuga y la señal,
el fuego enorme de tu machete.
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