Palabras para el
último encuentro
Desde el balcón
de tu habitación
vi por primera
vez el parque
tapizado de
blanco
y quise dar fe
de lo visto
bajando los tres
pisos
para tomar de la
capota de un auto
la escarcha que
moldeé entre las manos
como un goce
tardío de la infancia
disfrutado en mi
otoño.
Nunca había
visto la nieve
y fue el frío
que la antecede
el que me trajo a esta ingrata
misión familiar
de acompañarte.
Te encuentro
atado a un lecho
del que ya no
volverás a levantarte
y siento que no
podré hacer gran cosa,
como cuando
niños, y montados
en el martillo
volador que subía, bajaba
y rotaba
vertiginoso
en el parque de
diversiones
apresé contra mi
pecho a Meriulda y a vos
para que no se
me fueran por el agujero negro
de la ventana
donde aparecían
y desaparecían
las luminarias,
el asfalto, la
gente y las estrellas rutilantes
del cielo
decembrino de Managua.
Son meses de
batallar contra esa cosa mala
que se te enquistó
en el pecho y la cabeza
y que vos y
quienes te amamos,
conjuramos todos
los días
para que
desaparezca,
para que se
disuelva, para que no exista.
Pero supe que ya
empezabas a contar tus días
y quisiste
amenizarlos con la canciones
de Enrique
Guzmán y “la novia de México”
de nuestros
amores de adolescencia;
viendo a James
Dean y su desasosiego
en Rebelde sin
causa
o a Cantinflas que siempre nos hacía
reír con sus
retahílas,
y así todo
estaba bien;
hasta que
llegaba el dolor y su punzada
nos sacaba del
sueño de la vida
y dejábamos la
risa, para aplicar el paliativo
que finalmente
te dejaba dormido.
Un día de esos
fue miércoles de ceniza
y vos, agnóstico
por elección,
de puro amor por
tu hermana,
me aceptaste la
cruz que te dibujé
en la frente,
diciéndote:
“por tu reconversión y sanación”,
mientras
sonreías, pienso yo, con beatitud,
porque todo acto
de amor nos aproxima
a ese mar
infinito del que salimos
y al cual
ineludiblemente vamos a retornar.
Que día te irás?
me preguntaste dos veces
y yo te
respondí, falta bastante,
y si me voy,
regreso pronto,
sabiendo ambos
que todo era incierto
porque tu vida
se nos escurría como el tiempo,
aunque esto lo
guardáramos como el mejor secreto
de nuestra
historia común.
Y así llegó el
día
en que te
observé lejano y distante
de lo que te
rodeaba,
la habitación
cargada de recuerdos,
Elisa y los
chicos captados magistralmente
por tu cámara
mientras jugaban en la grama;
los retratos de
la tía Teresa al carbón y al óleo
y la foto de
Carolina, con su escrutadora
mirada a los
seis años.
Algo me dijo que
habías iniciado el viaje.
Llegó entonces la madrugada
con el asma
premonitoria y tu prisa
al pedirme: ¡la fecha, la fecha!
que me esforcé
en contestar con serenidad.
Después ya nada.
Vertí unas
cuantas gotas de agua
que parecieron
refrescar un poco tu garganta.
Hermanito….hermanitooo!
¿Por que tenés
el rostro tan frío
y las manos, y
los pies?...te gritó mi corazón.
Y te froté, te
dí masajes, te puse calcetines,
revisé el
aparato de calefacción,
te arropé mejor
con la frazada,
Pero ya nada te
volvió el calor.
Oré desde el
fondo de mi alma
entregándote
al Ser de todos los sueños,
y te despedí,
asegurándote,
que yo siempre
regresaría adonde estés
para volver a
nuestros juegos infantiles
la casita en el
patio bajo el árbol de mango
en Ocotal;
el pequeño fogón
de barro
y la mesa con
los trastecitos
servida por tu
hermana mayor
que de nuevo te
llamaría
a vos, y a todos
nuestros hermanos
a ese convivio
definitivo
del que ya no
nos volveremos a separar.
VM/Abril 2010
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