Rey Barría
Desde el carrusel, los caballos de madera habían suspendido su galope y la estructura giratoria de madera, que le servía de pista, era el inmenso hotel de las arañas. Blanquecinos tules, tejidos unos sobre otros, amordazaban las bestias y detenían el tiempo.
Centenares de niños siguieron llegando al lugar. Aquel espacio desolado, aquella mancha solitaria fue poblada de infantes de todas las edades y el silencio fue creciendo más y más.
Habían pasado muchos años desde la noche triste, cuando aviones, metralletas y bombas borraron el lugar. Sólo una inmensa mancha de ceniza y de sangre cubrió la extensa y plana superficie despúes de que las máquinas se llevaron las ruinas y los cuerpos del lugar.
Una mañana, y de manera inexplicable, en el centro de aquel sitio, apareció el viejo carrusel con sus caballos de colores. El sol, la lluvia y el viento de los años no pudieron con él.
Los niños comenzaron a depositar sus ofrendas y casi al instante, la música comenzó a hacer girar el carrusel. Las luces y destellos iluminaron el cielo, mientras que los caballos de madera giraban hasta cobrar vida. Miles de briosos solípedos salían de aquel viejo carrusel en el instante en que los niños montaban sobre sus lomos en un espectáculo de color y alegría.
La música crecía y los caballos comenzaron a volar en distintas direcciones cada vez más alto. En lugar de la mancha, globos, juguetes y flores cubrieron la superficie a la vez que un arcoiris sobre el inmenso solar.
Había sido derrotado el olvido y en lugar de la mancha volvieron los colores a El Chorrillo, barrio mártir panameño que llevaron los niños sobre sus corceles más allá del futuro.
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