Carlos Fuentes
CHAC MOOL
“...Si no llueve pronto, el Chac Mool va a
convertirse otra vez en piedra. He notado sus dificultades recientes
para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra
la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la
tempestad y el trueno que se le considere. Pero estos reposos sólo
le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiese
arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos
intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo
notar en él una especie de resentimiento concentrado. Ha habido
otros indicios que me han puesto a pensar: los vinos de mi bodega se
están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la bata; quiere que
traiga una criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar jabón y
lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía
eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en
tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida
se acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado
del tiempo. Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac
no querrá que yo asista a su derrumbe, no querrá un testigo..., es
posible que desee matarme.”
“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de
Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para
conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina;
está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme, nadar y recuperar
fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que
es barata y cómoda. Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto
dura sin mis baldes de agua.”
Aquí termina el diario de Filiberto. No
quise pensar más en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a
México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso
de trabajo, con algún motivo sicológico. Cuando, a las nueve de la
noche, llegamos a la terminal, aún no podía explicarme la locura de
mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de
Filiberto, y después de allí ordenar el entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en
la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en
bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo;
despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas con la
cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado,
y el pelo daba la impresión de estar teñido.
-Perdone... no sabía que Filiberto
hubiera...
-No importa; lo sé todo. Dígale a los
hombres que lleven el cadáver al sótano.
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