sábado, 4 de agosto de 2012

Cuento de Carlos Fuentes (fragmento)

Carlos Fuentes


CHAC MOOL
 
“...Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus dificultades recientes para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno que se le considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en él una especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la bata; quiere que traiga una criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado del tiempo. Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su derrumbe, no querrá un testigo..., es posible que desee matarme.”
“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme, nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.”
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo sicológico. Cuando, a las nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de allí ordenar el entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
-Perdone... no sabía que Filiberto hubiera...
-No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.

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