sábado, 8 de septiembre de 2012

PALABRAS DE HÉCTOR COLLADO (PANAMÁ) SOBRE LAS CONFESIONES



El Tigre y el Dragón

Robinson Orobio en una ciudad huérfana de un poeta vivo

11 | 07 | 2010 Por Héctor Collado (Publicado en la Revista Día D)

Los poetas malditos estuvieron signados por vivir de prisa y morir demasiado antes… los malditos poetas, que los hay, ni se mueren ni dejan que los maten, y viven de rancias porciones de inmediatez. Ni uno ni el otro, afortunadamente, es el caso de David Robinson. Aun con el vértigo de la caída y la adversidad de vivir pariendo esperanzas, es un sobreviviente en una ciudad que parece odiarlo, y por eso el poeta se defiende. ¿Para quién se publica un libro? ¿Por qué derramar la sensibilidad, más bien descontento, sobre las cuartillas? ¿Catarsis? ¿Venganza, acaso?

Apoyado en los andamios de un epígrafe extendido de un poeta innombrable, Robinson sostiene un discurso acre que enrostra una realidad, paradoxa de la paradoxa, que supera la realidad. Sus textos cuestionan la crónica roja y lacrimosa de que se alimentan algunos “medios”, y al mismo tiempo la invisibilidad de la infancia en esos mismos “miedos”.

En Confesiones de un poeta en una ciudad que odia, el poeta no odia la ciudad, más bien la cuestiona. Es la ciudad, (la sociedad egoísta, el sistema mezquino, el estado calculador, el gobierno mediocre) la que odia a sus niños, los alcanzados por el rencor de una ciudad que detesta a la infancia.

En los textos de Robinson hay que buscar, encontrar para luego huir de un Joaquín plural y multiplicado, un Joaquín estigma y protagonista que nos señala con los dedos embetunados desde el semáforo. Se trata de un libro doloroso que sacrifica la ternura del lenguaje para exponer con el lenguaje de la ternura y la rabia un día a día extremo de familias fracturadas y niños, niñas amenazados… Y los dos niños se convierten en tempestad.

El autor es tábano en el lomo de una ciudad que traiciona a sus transeúntes, estos que no saben ver cuando miran, que no se atreven a sentir porque se pierden, ni a pensar porque se olvidan.

El poeta ha abandonado su torre oxidada para entregarnos espejos y espejismos, reflejos y reflexiones de una realidad, verdad redundante que se queda suspendida y doliendo en la memoria. No te da permiso para mirar por el rabillo del ojo, por encima del hombro.

Y ¿la poesía? Está en la ciudad que odia, en las confesiones de un poeta que abraza sus deberes y se vale de trapos sucios para mostrarnos el rostro verdadero y expectante de cada lector.

1 comentario: