domingo, 11 de agosto de 2013

Poema de Vidaluz Meneses (Nicaragua)

Palabras para el último encuentro

Desde el balcón de tu habitación 
vi por primera vez el parque
tapizado de blanco
y quise dar fe de lo visto
bajando los tres pisos
para tomar de la capota de un auto
la escarcha que moldeé entre las manos
como un goce tardío de la infancia
disfrutado en mi otoño.
Nunca había visto la nieve
y fue el frío que la antecede
el  que me trajo a esta ingrata
misión familiar de acompañarte.

Te encuentro atado a un lecho
del que ya no volverás a levantarte
y siento que no podré hacer gran cosa,
como cuando niños, y montados
en el martillo volador que subía, bajaba
y rotaba vertiginoso
en el parque de diversiones
apresé contra mi pecho a Meriulda y a vos
para que no se me fueran por el agujero negro
de la ventana donde aparecían
y desaparecían las luminarias,
el asfalto, la gente y las estrellas rutilantes
del cielo decembrino de Managua.

Son meses de batallar contra esa cosa mala
que se te  enquistó  en el pecho y la cabeza
y que vos y quienes te amamos,
conjuramos todos los días
para que desaparezca,
para que se disuelva, para que no exista.

Pero supe que ya empezabas a contar tus días
y quisiste amenizarlos con la canciones
de Enrique Guzmán y “la novia de México”
de nuestros amores de adolescencia;
viendo a James Dean y su desasosiego
en Rebelde sin causa
o  a Cantinflas que siempre nos hacía
reír con sus retahílas,
y así todo estaba bien;
hasta que llegaba el dolor y su punzada
nos sacaba del sueño de la vida
y dejábamos la risa, para aplicar el paliativo
que finalmente te dejaba dormido.

Un día de esos fue miércoles de ceniza
y vos, agnóstico por elección,
de puro amor por tu hermana,
me aceptaste la cruz que te dibujé
en la frente, diciéndote:
“por tu reconversión y sanación”,
mientras sonreías, pienso yo, con beatitud,
porque todo acto de amor nos aproxima
a ese mar infinito del que salimos
y al cual ineludiblemente vamos a retornar.

Que día te irás? me preguntaste dos veces
y yo te respondí, falta bastante,
y si me voy, regreso pronto,
sabiendo ambos que todo era incierto
porque tu vida se nos escurría como el tiempo,
aunque esto lo guardáramos como el mejor secreto
de nuestra historia común.

Y así llegó el día
en que te observé  lejano y distante
de lo que te rodeaba,
la habitación cargada de recuerdos,
Elisa y los chicos captados magistralmente
por tu cámara mientras jugaban en la grama;
los retratos de la tía Teresa al carbón y al óleo
y la foto de Carolina, con su escrutadora
mirada a los seis años.

Algo me dijo que habías iniciado el viaje.

Llegó  entonces la madrugada
con el asma premonitoria y tu prisa
al pedirme:  ¡la fecha, la fecha!
que me esforcé en contestar con serenidad.
Después ya nada.
Vertí unas cuantas gotas de agua
que parecieron refrescar un poco tu garganta.

Hermanito….hermanitooo!
¿Por que tenés el rostro tan frío
y las manos, y los pies?...te gritó mi corazón.
Y te froté, te dí masajes, te puse calcetines,
revisé el aparato de  calefacción,
te arropé mejor con la frazada,
Pero ya nada te volvió el calor.

Oré desde el fondo de mi alma
entregándote al  Ser de todos los sueños,
y te despedí, asegurándote,
que yo siempre regresaría adonde estés
para volver a nuestros juegos infantiles
la casita en el patio bajo el árbol de mango
en Ocotal;
el pequeño fogón de barro
y la mesa con los trastecitos
servida por tu hermana mayor
que de nuevo te llamaría
a vos, y a todos nuestros hermanos
a ese convivio definitivo
del que ya no nos volveremos a separar.

VM/Abril 2010

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